Opinión: Historiadora de nuestra Universidad, Dra. Cristina Moyano:

¿Por qué prescindir de la Historia?

La Doctora en Historia y actual Directora del Departamento de Historia de nuestra Casa de Estudios se refiere al proceso de reforma curricular que elimina la Historia del plan obligatorio para 3º y 4º medios. A su vez, aborda el tema de una sociedad “presentista”, el potencial transformar de la disciplina y el malestar que genera en las elites su potencial transformador. Además, revisa el carácter ideológico que tiene esta reforma, según su punto de vista, al conectarla con los movimientos sociales que han surgido en el país en la última década.
"Por ello la Historia no puede ser ni electiva ni prescindible, porque de serlo aumentará la desigualdad cultural social y política de nuestra sociedad".

Numerosas son las declaraciones, columnas de opinión y artículos, que emanaron como reacción al proceso de reforma curricular que elimina la Historia del plan obligatorio para 3º y 4º medios. La mayoría fue escrita por historiadores que se “enteraron por la prensa” del cambio curricular y salieron a la defensa de una disciplina, de un área del conocimiento, de un conjunto de saberes necesarios para nuestra vida en comunidad.

En la defensa hubo que reactualizar viejas preguntas: ¿Por qué y para qué la Historia?. En una sociedad “presentista”, instantánea, en la que han mutado las concepciones de espacio y donde la liquidez, el flujo y las conexiones en red son parte de la cotidianeidad de nuestra experiencia, esas preguntas requieren de redefiniciones.

En una época de transformación del Estado-nación, en la que los procesos de tránsito dividen a la población en “vagabundos” y “turistas” (Bauman, 1999), por cierto que la Historia de tinte nacionalista, ha ido perdiendo sentido. Las fechas emblemáticas, los héroes nacionales y las conmemoraciones de guerras ganadas o perdidas, se contraponen a una vida social diversa y heterogénea. El objetivo más tradicional de la enseñanza de la Historia en las escuelas, aquella de corte positivista, que buscaba la construcción de lazos de identidad nacional asociada a los espacios del Estado-nación, fue quedando obsoleta.

La pérdida de vigencia, sin embargo, tenía varias decenas de años en los debates epistemológicos al interior de la disciplina, pero estos no siempre tienen impacto causal en la Historia enseñada en las escuelas. Sin embargo, a partir de los años 90, con el retorno a la democracia en nuestro país, el currículum en Historia fue mostrando varios cambios, erosionándose ese viejo sentido decimonónico que le asignaron los historiadores fundacionales del Chile republicano.

Y con esos cambios también fue mutando el sentido de la Historia en nuestra sociedad. Una Historia crítica, para formar sujetos racionales, empoderados de sus historias, ya no únicas ni lineales, desde abajo, desde las localidades, desde el mundo popular. La idea de que la Historia proveía de esas experiencias pasadas, que resignificadas a la luz del presente, permitían el juicio incisivo sobre las elites, sobre el poder, sobre el sentido del cambio histórico, sobre los proyectos por venir, se fue volviendo cada vez más relevantes en las declaraciones de los “objetivos” curriculares, de los contenidos revisitados en las escuelas y en los autores que comenzaron a ganar tribuna en los libros escolares.

La idea de que la Historia puede proveernos de un conocimiento con potencial transformador, que trastoque el estatus quo, no es algo que le guste a las elites. Menos si ese potencial pretende ser universal y no un privilegio de las clases dominantes. Si además esa Historia se vuelve herramienta de cuestionamiento del presente, en función de procesos del pasado, si nos permite desnaturalizar las construcciones del género, de las clases, de las etnias, del poder político, entre otras múltiples posibilidades, se vuelve por tanto peligrosa.

Tal como indicó el Dr. Julio Pinto, Premio Nacional de Historia 2016, en una columna de opinión, la historia “nos  hace entendernos no como átomos que flotan en un espacio atemporal, sino como herederos de una experiencia milenaria, y protagonistas de una búsqueda interactiva de un mundo más solidario y mejor.  De igual modo que una persona sería incapaz de orientarse en el mundo sin las coordenadas y enseñanzas que nos brinda la memoria individual, una sociedad cualquiera, o la humanidad en su conjunto, necesitan de una carta de navegación que solo puede proporcionar esa memoria compartida que es la Historia.  Porque el mundo no nació ayer, y porque las acciones humanas no responden a leyes eternas o a protocolos pre-establecidos, la Historia es un patrimonio de logros, luchas y fracasos que a todos nos alimenta, y del que nadie podría prescindir. Y eso no vale solo para los especialistas, sino para todas las personas que conviven en sociedad”. De allí que disponer de ese conocimiento, abre potenciales emancipadoras que no siempre son bien vistas por quienes desean “órdenes” sociales, en los que la ausencia del conflicto, augure estabilidad, gobernabilidad, rentabilidad y crecimiento económico.

Prescindir de la Historia hoy día, parece similar a la necesidad de prescindencia de la Filosofía. No están lejos los ecos de una frase que atribuía a esta última disciplina, la re-emergencia del movimiento estudiantil en el 2011. Arturo Martínez, entonces presidente de la Central Unitaria de Trabajadores (CUT), indicaba que los profesores de Filosofía estaban detrás de “la violencia”, ya que en sus clases se les “llenaría la cabeza de porquerías, para que salgan a tirar piedras y hacer desórdenes (2011).

Es cierto que hoy esa “reducción” analítica que esbozaba el líder de la multisindical no ha sido abiertamente defendida por nadie, pero tampoco se puede desconocer que los nuevos movimientos sociales han ido construyendo su propia relación con el pasado y han usado la Historia para dotarse de una identidad en el presente, convirtiéndose en protagonistas de procesos de cambio social que han trastocado los órdenes sociales. Quizás el ejemplo más nítido no esté en el movimiento estudiantil, pero sí es visible en el movimiento mapuche y de menor forma, en el feminista.

En las marchas estudiantiles del año 2011-2012 se escuchaba con fuerza la consigna de terminar con un modelo de educación heredado por la Dictadura y administrado eficientemente por la Concertación. “Y va a caer y va a caer, la educación de Pinochet”. Las relaciones con el pasado reciente, representaron una forma particular de entender este presente compartido. El origen del malestar no radicaba en el ahora, se había construido una imbricación que comprendía lo actual como nacido de un complejo proceso de modernizaciones, que una transición a la democracia “modelo”, intentó dotar de legitimidad social en base a grandes acuerdos y consensos. Aquello fue evaluado históricamente, cuestionado y erosionado. Más allá de los efectos de esa movilización y las reformas que actuaron para “satisfacer” las demandas, la Historia estaba en la calle, para cuestionar el pasado y transformar el presente.

A raíz de estas reflexiones es lícito preguntarse cuánto tiene de ideológico esta reforma curricular. Cuánto de rechazo a un tipo de Historia crítica, que aunque no permeó totalmente al sistema escolar, si parece haber erosionado el sentido tradicional de la misma. Cuánto de esta reflexión pudo estar en las mentes de los tecnócratas que han salido en la defensa de una reforma curricular, que ha desvirtuado algunos principios como el de interdisciplina, colaboración e integración.

Y aquí hay que ser claro. No se trata de una defensa gremial a una disciplina, sino que de un tipo de saberes y conocimientos que todas, todos y todes necesitamos para la vida en sociedad. Pero es lícito pensar que pueda ser una sociedad distinta, porque el devenir histórico no es un sino irrefutable, sino que da cuenta de los procesos de toma de decisiones, de actores, de lecturas epocales, en suma, de cómo otros actores pensaron la sociedad contemporánea y cuánto de ella queremos legítimamente cambiar. Por ello la Historia no puede ser ni electiva ni prescindible, porque de serlo aumentará la desigualdad cultural social y política de nuestra sociedad.

Autor: 
U de Santiago al Día
Fotografía: 
Hugo Salas